Linchamientos como expresiòn punitiva de clase.

06.04.2014 18:18

Por Paolo Zaniratto.-

 

Tal como se ha caracterizado al poder punitivo como uno  de los tipos de coerción del Estado, hay que mencionar que los hechos de los últimos días son el fundamento de un discurso que procura la ampliación del mismo. Esta incontrolable expansión punitiva es la herramienta fundamental para la represión de cualquier tipo de conflicto social que desborde los límites del propio Estado, en definitiva el control social cada vez más amplio y la represión de clase son los fines del sistema penal, el poder punitivo interviene decididamente en la lucha de clases. Es incuestionable que la delincuencia más desorganizada y rudimentaria no es el objetivo real de todo el andamiaje punitivo. Como bien mencionan algunos autores marxistas  (Rusche, Kirchheimer, Pavarini) por un lado el castigo es un fenómeno político y social supeditado a las necesidades del mercado capitalista, mientras que otros autores (Pashukanis, Rothman) hacen hincapié en la función represiva-ideológica. Ambas son caracterizaciones vigentes del sistema penal contemporáneo.

 El programa político para ampliar los alcances punitivos tuvo en los “linchamientos” un discurso legitimador que permitió insistir con el fortalecimiento del aparato policial del Estado. Podemos enmarcar esta continuidad en una nueva oleada de populismo punitivo, que en Argentina tuvo su mayor auge en la década del ’90 y retoma con fuerza a partir de la crisis del 2001 con las leyes Blumberg como su estadio de mayor expresión. La ecuación termina lógicamente con un aumento considerable de recursos, equipamiento y aumento de personal para las fuerzas de seguridad y acompañado por una legislación que sea consecuente con esos fines. Como bien menciona Marx el delincuente libera las fuerzas productivas porque permite crear todo un mercado de la seguridad: jueces, fiscales, policías, jurados, profesores, etc., este fenómeno económico explica la administración del crimen organizado por parte de las fuerzas policiales y la consecuente recaudación de ingresos gracias a la actividad delictiva.

La teoría que pregona (Zaffaroni) por fortalecer al derecho penal como limitador del poder punitivo no solo que es impotente para cumplir esa pretendida función limitadora, sino que además termina siendo funcional a ese poder de castigar debido a que justamente crea esa ilusión de contención que clausura cualquier quiebre radical al poder punitivo capitalista, y oculta detrás de ese objetivo la dominación hegemónica de una clase social sobre otra. Así como, siguiendo la misma lógica mencionada anteriormente, el concepto de pena debe ser lo más amplio posible para abarcar aquellas que son ilegales, también se pone en cuestión analizar la ampliación punitiva por medio de estos actos de linchamientos mediáticos. Si tal como establecen Rusche y Kirchheimer “las penas no son una simple consecuencia del delito, ni su cara opuesta, ni un simple medio determinado para los fines que han de llevarse a cabo; por el contrario, deben ser entendidas como un fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos…” y si “…la pena como tal no existe, existen solamente los sistemas punitivos concretos y practicas determinadas para el tratamiento de los criminales...”, el poder punitivo por ser el ejecutor de las penas también implica un concepto no normativo y enmarcado en una construcción social histórica.

 Sin profundizar en esta oportunidad en la relación dialéctica entre poder punitivo y derecho penal, hay que mencionar que el fortalecimiento de ambos está enmarcado estratégicamente en establecer permanentemente en la agenda pública  los temas de la inseguridad y el control social. La forma en que el debate ha sido planteado actualmente conduce inevitablemente a una falsa dicotomía que conlleva a ese fortalecimiento: ante los hechos de justicia por mano propia o de inseguridad se le opone   la función represora exclusiva del Estado  como única solución posible, lo  que implica no cuestionar el carácter de la misma, sino que por el contrario la reafirma.

Se torna evidente que los objetivos planteados por la clase política burguesa son en definitiva fortalecer el aparato policial, este fortalecimiento represivo no es un interés privativo de alguna fuerza política en exclusividad, sino que es un objetivo en común. La disputa discursiva intraburguesa entre distintos sectores se desarrolla más por el carácter de la dominación que por posturas antagónicas frente a la cuestión represiva.

 La supresión de la venganza privada que el Estado moderno de corte burgués ha impuesto para los conflictos sociales (la seguridad para ejercer el comercio, la circulación de mercaderías, la protección de la propiedad privada, la racionalización de las penas para administrar el conflicto entre las clases, eran fundamentales para el desarrollo capitalista) que era regla entre los clanes y castas de la antigüedad, ha reaparecido mediáticamente en su forma más reaccionaria y clasista. Mientras que las penas estatales se justifican mediante un discurso de racionalidad y proporcionalidad, pero siempre teniendo en cuenta el sujeto criminalizado destinatario de esa pena ya que la selección punitiva es una de las características más evidentes del actual sistema penal, los llamados “linchamientos” obedecen mas a una especie moderna de acciones inquisitivas. En primer lugar estos actos tienen como patrón común una defensa de la propiedad privada en detrimento de la vida e integridad física de las personas. Esta desproporcionalidad brutal en el propio accionar de los llamados “vecinos” (otra entelequia que intenta dar un aura de respetabilidad a los autores de estos linchamientos) contra delitos que afectan la propiedad (hurtos y robos) se justifica mediáticamente mediante un discurso criminalizante sobre los sectores sociales más bajos. Desde otro sector de la clase política, ligados a concepciones garantistas, abogan por reivindicar el monopolio de la violencia legal para el Estado y de su prerrogativa de imponer penas. Para Pashuskanis la pena es en definitiva una transacción comercial entre el delincuente y el Estado para expiar su culpa: este acuerdo como cualquier contrato implica ciertas clausulas que se expresan en el procedimiento penal y en las garantías procesales que abstractamente se establece que gozan todas las personas, como cualquier contrato encontramos los principios de buena fè y que es producto de un acuerdo de voluntades libres: ”La justicia burguesa vigila cuidadosamente que el contrato con el delincuente sea concluido con todas las reglas del arte, es decir, que cada uno pueda convencerse y creer que el pago ha sido equitativamente determinado (publicidad del procedimiento penal o judicial), que el delincuente ha podido libremente negociar (proceso en forma de debate) y que ha podido utilizar los servicios de un experto (derecho a la defensa), etc. En una palabra, el Estado plantea su relación con el delincuente como un cambio comercial de buena fe: en esto consiste precisamente el significado de las garantías del procedimiento penal”.

  Sin embargo esa desproporcionalidad feroz que expresan los linchamientos, no es para nada ajena al accionar del propio Estado. Las fuerzas de seguridad también aplican penas que en definitiva configuran crímenes: torturas, apremios ilegales, violencia física, abusos, etc, sin embargo este accionar rutinario de las fuerzas de seguridad se hace invisible para los medios. Estos debates acerca de los linchamientos configuran un eslabón más en la estrategia permanente de fortalecer el aparato policial, el sistema penal y todo al andamiaje represivo, la clase política burguesa es quien en definitiva lleva adelante ese programa reaccionario.

 

 

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